Por
Andrés Cisneros de la Cruz
La
poesía está en guerra, igual que la sociedad intelectual que se mantiene, firme
en una lucha por transformar los cimientos de esta realidad que no sólo parece
frágil, sino que lo es. Y que se encuentra resguardada por los ejércitos, no
sólo belicosos de la armada, sino también por los intelectuales orgánicos que a
veces con menor escrúpulo que un soldado raso, sin miramiento, aniquilan a todo
aquel que ose tocar el “sagrado” espacio que defienden; el lugar áurico en
donde se guardan los secretos que el poder gusta de ejercer sin discriminación
sobre el sector (no diré inculto) sino desletrado.
Pues el ataque más solero de esta clase es el de esconder la información, el
dato, la historia real, para tergiversarla de acuerdo al perfil que quiere
confeccionar en el ciudadano. ¿Podemos decir que el ciudadano desconoce entonces esa información
(básica para un desarrollo integral en la sociedad) por voluntad propia? Por
supuesto que no.
La
poesía está en guerra. Y Leopoldo Ayala es sin duda una de sus más grandes e
importantes trincheras. En donde se llevan y han llevado luchas sustanciales
para que la voluntad de tantas personas se mantenga en pie; para que la verdad,
y el acercamiento al laberinto, no de la soledad, sino de las sociedades, abra
su puerta a todo aquel que se aventure al viaje; a todo aquel que abandoné la
fastuosa apariencia del confort, para experimentar el complejo, y al mismo
tiempo bello, trabajo de deconstruir el mundo. No es sólo una forma de decirlo,
ni tampoco una alegoría, ni siquiera un aferrarse al pasado, a la cantidad
innumerable de revoluciones postergadas que carga sobre su espalda cada uno de
los mexicanos. No es sólo una metáfora para exaltar un discurso, escuchas,
amantes de la verdad que se diluye en un puño. Es un hecho: estamos en guerra.
Y el poeta Leopoldo Ayala es el rapsoda, el cantor de este tiempo (tiempo que
para la mayoría de los poetas coetáneos a Leopoldo) ha sido indiferente, o sólo
un artilugio para su retórica. Un tiempo que para ello ha quedado del otro lado
de la línea, pues ellos cuentan la historia de los vencedores. Leopoldo no,
Leopoldo escribe una historia que está transcurriendo, y no vencerá, no
vencerá, porque es una lucha, que bien lo dijo Bertolt Brecht, que bien lo dijo
Enrique González Rojo Arthur en su teoría del infinito: esta es una lucha que
no sucederá, que no sucedió, sino que se encontrará infinitamente sucediendo.
Sólo los que luchan toda la vida, no como un sacrificio, sino como síntoma de
existencia, pueden entender esto. Para los demás es sólo una frase: un modo de
volver la revolución invisible de los seres, en una broma, un bonito poema de
ornato; como diría Walter Benjamin, un elemento estético con cotizará en los
predios del futuro, pero no del presente, para ellos la lucha es un arte estéril.
Por eso caminan del otro lado de la línea, de lado de los que vencieron, y no
de lado de los que están venciéndose.
Las
batallas no son en el desierto, ni en el llano árido de la muerte. Las batallas
están aquí, en el fango, en las arboledas de palabras e ideas; en la última
línea de un poema, que se mantiene sólida para que cada uno de los seres que
confían en ella, puedan voltear y ver un espejo, no radiante, sino oscuro, en
donde puedan meter la mano para encontrar una nueva pregunta: “sencillamente
decimos el grito de la belleza”, apunta Leopoldo, y anula el tiempo general
para construir el tiempo vital de los múltiples ojos: “Tiempo en el que por
odio ardieron la muerte: ¡Si fueras vida querrías hablar!”. Pero no lo es, y
guarda silencio.
Y
el silencio trastoca todo en sí mismo. Toma las guerras ajenas como propias y
tergiversa los discursos, funde en él los actos para volverlos sólo una
manifestación de sí mismo, ese tiempo con mayúscula es el que busca desvirtuar
la guerra, y convertirla en panfleto y ocultar su propio panfleto en un
discurso quieto, inmutable, en el cual nada cambia, y todo permanece perene,
eterno, con un panfleto silencioso, que te dice secretamente: “no hagas nada,
nada puedes hacer: anúlate, tú eres nada”. El panfleto de un dios silencioso
oculto entre los versos como barrotes de tantos poetas. Ejército de poetas
listos para anular el discurso y canto de la vida, para en una especie de
proyección, anularlo, y volverlo sólo un murmuro, una especie de cantaleta.
Por
eso Leopoldo Ayala es un poeta de palabras tan violentas y fuertes, dispuestas para
enfrentar no a uno, sino a muchos, y de volverse incluso el muro en el que se apoyarán
otras vidas, las palabras de otros poetas, las líneas feroces de otros vivos en
latentes en poemas. “Nuestro grito no duerme por adelante, trae para que se
cumpla el viento”, “el grito es poesía, y la poesía mejor tierra para abrir
paso”.
No
bastará que cualquiera tome por propio el discurso ajeno, para convertirlo en
proclama falsa en favor de intereses distantes. Atenco, Chiapas, Tlatelolco,
Aguas Blancas, cada sitio tiene su propio canto y ese no puede replicarse.
Ayala es como lo dije antes, el rapsoda, que guarda en cada una de sus palabras
una guerra que no es una noticia breve, ni un cuento, ni un poema siquiera: que
guarda las partidas de un ajedrez, que muere y renace, en el rostro de cada uno
de los hijos del pueblo. Por eso Leopoldo Ayala se mantiene en el combate
furioso de un poema, y te lanza las piedras del poema para que despiertes, a ti
que estás aquí, para acompañarlo en esta marcha de palabras, a ti que estás
aquí para unirte a su poesía, a su grito. Y no temes estar de lado de los que
no se rinde a la comodidad del día.
Por
eso Leopoldo Ayala formó estos versos para nosotros:
“No
es terrorista el que responde despierto aunque sea sólo una vez”
El
que late al negarse. El que critica con origen su razón.
El
que resiste sin vencer. El que sueña ciegamente.
El
que avanza y está en pie. El que sobrevive al polvo.
El
que grita con locura su tiempo. ¡No! ¡No! ¡No!
¡Entiéndalo
carajo, el Pueblo del poema tampoco es un terrorista!
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